Zapatillas, jersey de lana
y sol que no quema en la cara.
Sitio para dejar las cargas,
que no la sombrilla
poder bailar en la orilla
al ritmo de tu canción.
Horizonte,
ruedas,
volante,
sobrevivir por delante.
Llenarse los bolsillos de arena,
el alma vacía; de miedos.
Abrazar en las buenas,
enterrarse en las malas.
Ser luz.
Camino.
Movimiento,
sobre dos o cuatro ruedas.
Querer en ese idioma
que sale del pecho al soñar.
Poner a los monstruos a flotar.
El primer viaje en coche tenía que ser, sin duda, al mar. Y lo fue. A las 7 de la mañana me sonó el teléfono: ¿me llevas a la playa, por favor? No hizo falta pensar. A la hora siguiente hubieron cafés de nuestra cafetería favorita, torpes bloqueando una gasolinera entera y mucho viaje al sol. Hasta que llegó la sombra. A unos tres minutos y medio de ver el mar se empezó a acabar el mundo; rayos, truenos, lluvia de la que empuja. Pero llegamos y en medio del vendaval y tormenta, un cartel: Welcome to Wells-next-the-sea (Norfolk) "A safe heaven". ¿Habrán interiorizado sus habitantes que viven en lo más parecido al cielo y que lo tienen por escrito? La lluvia no nos frenó, nos escondimos en una de esas casitas de ensueño y esperamos con una cerveza a que amainara. Y amainó. Y nos bañamos. Y tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar a la orilla a la que nadie se acerca. Y comimos como si estuviéramos en casa. Y hubo música, siesta, flotamos.
"La cura para todo es agua salada; sudor, lágrimas o mar" –Isak Dinesen, Siete cuentos góticos.
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